Veíamos la semana pasada cómo nos afecta el cambio
de la juventud a la vida adulta y las crisis que puede causar, tanto si no se
consigue aquello que se espera de nosotros como si decidimos “desmarcarnos” de
la norma establecida. Ahora bien, ¿en qué consiste la vida adulta?
Nos situamos en el momento en que pasamos de
depender totalmente de nosotros mismos, asumimos plenamente la responsabilidad
de un trabajo, y hemos de administrar nuestros recursos, nuestro tiempo, pagar
las facturas y llegar a fin de mes. También coincide, por norma general, con la
decisión de compartir nuestra vida con una pareja. Y con la llegada de los
hijos. El trabajo y las responsabilidades se acumulan. Se empieza a renunciar a
pequeñas cosas y a priorizar las obligaciones por delante de la diversión, el
ocio, incluso del tiempo de descanso. Nuestro orden de prioridades cambia.
Si bien en la etapa joven se ponen muchas esperanzas
y aspiraciones de futuro (alcanzar un cierto nivel profesional, llegar tan alto
como se pueda), es, bien entrada la vida adulta, cuando se llega a un límite en
que “nos conformamos”, renunciamos a seguir escalando. Con los años, la energía
ya no es la misma, y tomamos conciencia de nuestros propios límites. Es un momento
de “desencanto”.
También empieza a haber una cierta sensación de
“repetición”, de que la vida está formada por ciclos, por buenos y malos
momentos, y que hemos de disfrutar de las cosas buenas cuando están y afrontar
las malas con los recursos que tenemos.
Se va perdiendo la ilusión de que todo se puede
cambiar, se va perdiendo la sensación de excitación por las cosas nuevas. Todo
esto lleva a lo que le llama la “crisis de la experiencia del límite”, es el
momento en que asumimos que todo tiene unos límites, desde nuestras propias
fuerzas hasta la posibilidad de cambiar el mundo.
Es, en este contexto, cuando aparece la que llamamos
crisis de los 40.
Pero, ¿qué es la crisis
de los 40?
Lo
explicaré de una forma sencilla y general: si a los 30 no tengo un trabajo
fijo, una pareja estable y un piso (bueno, más bien una hipoteca), parece que
mi vida no tiene sentido, que “no soy nadie”. A los 40, tenemos un trabajo que
nos obliga, que a menudo nos aburre, pero a la que no podemos renunciar, la
hipoteca nos ahoga y nos impide hacer un montón de cosas y la vida en pareja no
es un camino de rosas, en el mejor de los casos se cae en la monotonía. Conclusión: “¿qué sentido tiene mi vida?.”
Todas estas sensaciones surgen más tarde o más
temprano, y forman una crisis personal, que se puede resolver favorablemente y
de forma espontánea, o pueden suponer desde una depresión hasta la ruptura con
todo lo que tenemos.
La semana que viene: cómo resolver la crisis de los
40.
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