CATALÀ

El miedo que paraliza


Cuando el niño o la niña son pequeños, no tienen bastante información del mundo. Se basan en la observación de las reacciones de los padres para saber cuándo hay un peligro. Escuchan sus advertencias, y las creen a “pies juntillas”. A esto lo llamamos “tragarse la información sin masticar”.


Si observamos a los cachorros de los animales, aprenden por imitación de las madres (o padres). Los antílopes y herbívoros en general, aprenden a saber cuándo hay un peligro imitando a la madre. De una forma similar, el bebé observa las reacciones de los padres y “aprende” de sus miedos.
A medida que el niño gana en autonomía, va recibiendo mensajes verbales y no verbales que le advierten del peligro: aprende a cruzar una calle, a ir solo a comprar, a quedarse solo en casa y a no abrir la puerta a los desconocidos, etc.

Pero, ¿qué pasa cuando hay un padre o madre excesivamente ansiosos? De aquellos que, el hijo tiene 20 años y aún le recuerda cada día que debe cruzar por el semáforo...
A menudo me encuentro en la consulta con personas que viven limitadas por culpa de sus miedos. Acostumbran a ser miedos irracionales, a peligros imaginarios, a “por si acaso”. Personas que no pueden salir solas de noche (por miedo a que les pase “algo”), no irían nunca de viaje solos, no pueden dormir en una casa si no hay alguien más, etc. Invariablemente, detrás de estas personas, acostumbra a haber un padre o madre muy ansioso, de aquellos “sufridores”, que estaban despiertos esperando a que los hijos volvieran a casa, que sufren por todo. Los hijos e hijas, de alguna manera, introducen en su interior esta sensación de “peligro”, de que les puede pasar algo desconocido e incontrolable. Este miedo, irracional, al peligro potencial, va limitando a la persona, que, sin darse cuenta, va reduciendo su marco de acción, deja de salir de noche, deja de hacer cosas sola, cree necesitar la compañía de alguien para hacer las cosas, etc.


Es difícil deshacer este mecanismo. Primeramente, tendremos que tomar conciencia de cuáles son nuestras limitaciones y cuál es el mensaje que hay detrás: por ejemplo, “no puedo llegar a casa más tarde de las 10”. Mi madre, si llegaba tarde, estaba deshecha de los nervios, me echaba una bronca terrible y me hacía sentir culpable de su sufrimiento, etc.
En segundo lugar, valoremos cual es el peligro real. Es decir, cuánta gente sale de noche, de forma habitual, y no les pasa nada de nada. Quizá no es recomendable pasear por según qué barrios de noche, pero, probablemente, en mi barrio, a mis vecinos que trabajan hasta tarde o que les gusta la “sesión golfa” del cine, no les ha pasado nunca nada. Pidamos información real para confrontar nuestras “creencias”, para ver si tienen un fundamento real o no. A partir de aquí, probemos, ensayemos, y aprendamos de nuestra propia experiencia. Siempre hay peligros potenciales, incluso quedándonos encerrados en casa, pero debemos valorar las probabilidades de que pase aquello que tememos. La mayoría de los atracos y robos, acostumbran a ser de día, por ejemplo.

Esto es extensivo al miedo a los perros (los perros no se dedican a ir mordiendo a la gente por la calle), a las agresiones sexuales (la inmensa mayoría de la población no lo haría nunca), por poner algunos de los ejemplos más frecuentes.

En resumen, analicemos, desde nuestro razonamiento, qué parte de peligro real hay y qué parte proviene de la ansiedad excesiva transmitida por parte de nuestros padres.


Telf.:605 52 52 81

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