Como ya hemos visto con
anterioridad, hay diferentes modelos para definir los trastornos psicológicos. Existe
todo un abanico de teorías que van, desde atribuirlo todo al aprendizaje y a
unos hábitos de conducta que se pueden modificar, los que hablan casi
exclusivamente de los traumas de la infancia y cómo nos siguen afectando en la
vida adulta (y el tratamiento se basa en buscar las causas de nuestros
problemas en la infancia), el importante avance de la investigación genética,
que haría atribuir casi todos nuestros males, tanto físicos como psicológicos a
una especie de código pre-grabado en nuestros genes y las teorías que hablan de
la suma de una predisposición genética más la influencia ambiental. En el
ámbito más médico, el abanico iría desde atribuir todos los trastornos a un
desarreglo bioquímico, que se solucionaría con la administración de fármacos,
hasta el otro extremo, el de las teorías psicosomáticas, como la de Louise Hay,
que atribuye todos los trastornos físicos a un origen psicológico. He llegado a
oír la teoría de que, cuando alguien sufre un accidente, de alguna forma ha
“provocado” que le pasara aquello, para aprender alguna lección de la vida,
para “curase” de algo.
Pero hoy me quiero centrar en un
reciente artículo que he leído sobre el excesivo uso de la farmacología en el
tratamiento de los trastornos mentales.
Tanto en psicología como en
psiquiatría, hay una especie de “biblia” donde se clasifican y definen todos
los trastornos mentales: el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of mental
disorders), elaborado y revisado periódicamente por el APA (asociación
americana de psiquiatría). Este manual es aceptado de forma casi unánime por
toda la comunidad psicológica y psiquiátrica mundial. También hay otra
clasificación oficial dictada por la OMS, la CIE, que actualmente va por su
décima versión. Así pues, se van haciendo revisiones, eliminaciones de
categorías, ampliaciones, aclaraciones, y aparición y descripción de nuevos
trastornos mentales en cada nueva versión. El mes de mayo de 2013 se presentó
en Estados Unidos la versión DSM-V, que no llegará a España traducida hasta el
2014.
Pero son bastantes las voces
críticas que se alzan para denunciar la excesiva influencia de la potente
industria farmacológica en la revisión de este manual.
Los primeros psicofármacos se
comercializaron en los años 50. El popular Prozac (conocido antidepresivo)
aparece en los años 80. El aumento del número de diagnósticos de trastornos
mentales se ha disparado los últimos años de forma alarmante. En los últimos 10
años se ha triplicado el número de personas que consumen algún tipo de antidepresivo,
y la nueva generación de anti-psicóticos se ha convertido en líder de ventas a
nivel mundial, por encima de cualquier otro fármaco que trate enfermedades
físicas.
Todos estos datos están haciendo que
se cuestione el modelo médico-farmacológico de la psicología y la psiquiatría.
Por un lado, se cuestiona la eficacia real de los propios medicamentos. Por
otro, el aumento alarmante de etiquetas y nuevos trastornos, así como de
diagnósticos psicológicos. ¿Realmente estamos ante un fenómeno de “enfermedad
mental colectiva”? ¿o esta avalancha de trastornos obedece más a los intereses
de la industria farmacéutica?
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